domingo, 23 de enero de 2011

Luis Jaime Cisneros 1961



Son muchos los jóvenes para quienes el Perú es solamente una historia gloriosa. Pero muy pocos tienen una visión exacta de la medida en que esas glorias prefiguran un hermoso porvenir. Para muchos alumnos jóvenes, vaticinar que el Perú tiene un destino hermoso es solo una necesaria utopía. Miden a la patria a través de circunstancias dolorosas, juzgan por los actos mediocres de ciertas gentes, son testigos del poder del dinero y sufren en muchos aspectos los alcances de la corrupción del poder. Y creen que es necesario volver la cara y mirar con nostalgia los tiempos idos. No saben que hay que volver la cara para sacar del pasado la necesaria fuerza que abarca nuevos surcos al porvenir. Y sin embargo, somos muchos los que no perdemos la confianza en la juventud; algo más, la amamos bien. Los muchachos no suelen percatarse a veces que nuestro amor por la juventud está basado en sus propios sueños”.
Luis Jaime Cisneros

“Palabras de la juventud” en su columna de El Comercio, 24 de mayo de 1961.

sábado, 22 de enero de 2011

Una presencia




Por Alonso Cueto

De todos los momentos que nos quedarán siempre de esa vida, hay algunos que aparecen rápidamente: su voz fluida y dramática en clase leyendo el famoso pasaje de “El Aleph”; sus explicaciones minuciosas sobre el signo lingüístico; sus tardes tomando té y tostadas con mermelada en su casa de General Borgoño y luego en la avenida La Paz; su recitación de “Las Soledades” de Góngora, con las adiciones de Dámaso Alonso; sus bromas sobre los militares, en los tiempos de la dictadura velasquista (algunos animales son multicolores pero los gorilas tienen color uniforme, era una de sus variantes); la presencia siempre fiel, inteligente, generosa de Sara en las conversaciones con él y otros amigos; su pasión por la medicina; la compañía de sus hijos, sus hijas y sus nietos, de los que se sentía siempre tan orgulloso (incluso decía que había logrado gustar de la música de rock gracias a algunos de ellos); el discurso que lanzó la víspera de las elecciones del 2000, contra los abusos del gobierno fujimorista, cuando dijo que debíamos construir un país “a la altura de nuestra esperanza”; las ocasiones en las que aceptaba presentar libros a cualquier estudiante que se lo pidiera, con tal de apoyarlo en su aventura editorial; sus intervenciones siempre escritas en las presentaciones de libros; las anotaciones minuciosas, irónicas, certeras que hacía a cada trabajo en las reuniones de los jurados; los chistes que contaba siempre con entonación variada; sus caminatas de una hora siempre en las mañanas; su obsesión por la enseñanza y su frase repetida: “Nunca me pierdo mi clase de las ocho”; sus ensayos y confesiones, en “Temas lingüísticos” y en “Los trabajos y los días”; la ovación de pie, de varios minutos, con que lo recibió el auditorio de la Universidad Católica en la ceremonia del doctorado en diciembre; sus manos moviéndose de arriba abajo, tratando de detener los aplausos, y sus sonrisas aceptándolos; su frase según la cual el maestro es un sembrador que pone una semilla en un alumno y que debe retirarse de la escena cuando lo ve triunfar; su pasión por Góngora, El Lunarejo, Cervantes; esa expresión de ojos profundos, en la que no estaba ausente un matiz de picardía; la elegancia de su modestia, cuando recibía elogios; su pasión por los juegos de palabras y por las palabras, en general; la tarde en la que tocó al piano una pieza llamada “Las piernas de Carolina” y lo dijo; las interminables noches en su casa, haciendo el geniograma (en una ocasión, en su casa, nos faltaba una palabra para terminar un geniograma difícil, y cuando lo dimos por perdido y me estaba despidiendo de él, a la una de la mañana, me dijo: “No puede quedar así. Vamos a completarlo”. Y lo hicimos).

Su persistencia, su gracia, su generosidad. Su sabiduría, su profunda inteligencia, su humor. Todo eso abona en la cuenta de una gran vida, una vida que nos va a servir a los demás para seguir viviendo, como él siempre quiso y quiere.

Publicado el 21/1/2011 en El Comercio

viernes, 21 de enero de 2011

El legado del amauta Luis Jaime Cisneros

Ilustración: Alonso Nuñez




Editorial de El Comercio (Viernes 21 de Enero del 2011)











Lingüista, literato, académico, humanista, periodista y exquisito conferencista, pero sobre todo un amante del Perú y maestro de varias generaciones que hoy le rinden sentido homenaje. Eso, y más, fue don Luis Jaime Cisneros Vizquerra, quien falleció ayer a los 89 años de edad.

Fue presidente de la Academia Peruana de la Lengua, a la que perteneció desde 1965. Integró también la Real Academia Española, la Academia Norteamericana de la Lengua Española y la Academia de Letras de Uruguay. Obtuvo asimismo en tres ocasiones el Premio Nacional de Cultura: el de Crítica en 1948 y de Pedagogía en 1956 y 1963.

Se desempeñó por muchas décadas como profesor de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y como catedrático visitante de universidades extranjeras, pero definitivamente estampó su huella imperecedera en las aulas y pasillos de la Pontificia Universidad Católica del Perú.

Cisneros fue también escritor, ensayista y preclaro periodista que demostró siempre una gran preocupación por el Perú y sus avatares políticos, aunque siempre dio prioridad a su faceta de catedrático e intelectual. Fue así que en 1956 colaboró con la fundación del Partido Demócrata Cristiano, en el gobierno de Francisco Morales Bermúdez asumió la dirección del diario “La Prensa” y en 1981 fundó y dirigió el diario “El Observador”.

En 1992 le fueron otorgadas las Palmas Magisteriales en el grado de Amauta, lo que resume toda una vida dedicada a instruir, pero también a fomentar la lectura, el buen decir, el sentido crítico y los valores humanos que nunca cambian.

Amauta, en el antiguo imperio de los incas, se le llamaba al sabio o filósofo. Y él lo era, de modo terco e incansable, como un Quijote –obra suma de Cervantes, que admiraba y conocía a fondo, al igual que la de Góngora o la de Borges– que iba repitiendo que solo a través de la lectura el ser humano se libera, se humaniza, es capaz de reflexionar y de descubrir.

En 1998, en entrevista en El Dominical, con preciso castellano y fino humor, un ingrediente esencial en su comunicación, se lamentaba de que “muchos chicos de hoy no saben si Unamuno existe o existió o si es mediocampista en el Juventus o en el Real Madrid. A Maradona sí lo conocen todos”. Mas, como buen pedagogo, acotaba que “no es cuestión de aprender a reconocer las letras, ni de acertar con el significado de las palabras. Se trata de fortalecer nuestra imaginación, de depurar nuestra vida interior, de ir formando nuestra aptitud para apreciar la belleza y de ir formando nuestra necesidad de buscar el conocimiento para fortalecer espíritu, imaginación e inteligencia”. En otro artículo periodístico señalaba con severidad que una “sociedad que no lee es una masa inerte de huesos a la intemperie. Gracias a la lectura, somos personas. Lo comprobamos cada vez que un nuevo libro se incorpora a nuestra vida y renueva nuestra fe en las facultades creadoras del hombre”.

La partida física de Luis Jaime Cisneros deja un gran vacío, sobre todo para su familia y su inseparable compañera de todos los tiempos, Sara Hamann. Sin embargo, su figura de humanista y patriarca de las letras y la peruanidad seguirá resplandeciendo.

El mejor homenaje que le podemos tributar a este gran maestro en las aulas y fuera de ellas sería rescatar el hábito de la lectura y entusiasmar a los más pequeños con el gusto por los libros. También, con una mirada más amplia, optimista y visionaria como la suya, promover los necesarios consensos políticos y académicos para mejorar la calidad educativa y reivindicar la figura del maestro como formador de alumnos y ciudadanos, pero sobre todo de buenas personas.

jueves, 20 de enero de 2011

NO FUE EN VANO




Por Luis Jaime Cisneros

En 1968 yo ya no tenía veinte años, y me aprestaba a asumir el decanato de Letras en la Católica. Nadie podía sospechar ¬al iniciarse el año¬ que dejaría huella profunda en el espíritu de muchos de nosotros y en la conciencia cívica del Perú. Nadie podía sospecharlo, y menos quienes ejercían el gobierno. Ahora me piden opinar sobre lo que fue la generación universitaria de entonces. Ocurre que será la mía una opinión de quien no ha sido protagonista de los hechos, y no me opongo porque, a la postre, siempre terminamos opinando sobre los acontecimientos quienes hemos sido solamente espectadores (pero no gratuito en mi caso). Ante todo, ahora que me pongo a pensar en los muchachos de entonces (viejo alarde de memoria), no sé si entonces tuve la sensación de que constituían una generación. Ahora que veo y leo que entre ellos mismos discrepan de haberla constituido y la dan por muerta, los veo mejor integrados en una sólida unidad (muchachos de fe en sus ideales, rotundos, limpios, hechos para la actividad y para la gloria) y comprendo que, a pesar de sus actuales reservas, constituyeron, sí, un grupo generacional y constituyeron en su momento la imagen sincrónica de la promesa peruana postulada por Basadre. Claro es que ayudaron a renovar muchas cosas (en la realidad y en la esperanza) y muchos persistieron luego, ya fuera en la lucha política gremial, en la campaña parlamentaria, en la persecución o el destierro.
La gente se asusta porque algunos cambiaron de ideas y de credo, como si tales cambios no estuvieran previstos en el curso de la historia. Hay quienes entre ellos mismos se muestran arrepentidos o se sienten defraudados, y hasta afirman que o bien han fracasado, o bien nunca constituyeron la generación del 68. Yo que los vi surgir y que fui obligado testigo de su presencia, y que me he acostumbrado, por razones profesionales, a juzgar a los hombres y a los acontecimientos con prudencia y calma; y que he podido confrontar la fogosidad con que expresaban su inquietud cívica frente a la aparente indiferencia de las promociones que siguieron hasta 1993, puedo decir con toda verdad que nada de lo que realizaron resultó vano e intrascendente. Los de mi generación sabemos bien que todo lo que vino después (lo malo y lo peor) fue previsto en muchos aspectos por los jóvenes del 68; y que cuanto hubo de positivo y progresista reconoce como impulso orientador la voz y la inquietud de aquellos muchachos. Y no quiero centrar todo en la vida universitaria, pero quiero recordar que por el impulso de aquellos jóvenes tuvimos un claustro pleno en la universidad, inauguramos el cogobierno en la Católica. Esa gana de proclamar la inconformidad con lo enquistado, la voluntad de ser claros y honestos (voluntad que felizmente la juventud conserva acrecentada), ese asco por la mentira en las actitudes, de alguna manera han servido para respaldar los avances democráticos que hemos ido consiguiendo, a regañadientes de tanto uniforme, y son los que nos mantienen alertas hoy frente a algunos asomos de entusiasmo uniformado. Cuando leo y releo tres libros de los últimos tiempos (El desborde popular, de José Matos; Buscando un Inca, del inolvidable Alberto Flores Galindo, y El otro sendero, de Hernando de Soto) comprendo cómo no se puede olvidar el pasado, y cuán tonto es negarlo como si no hubiera existido y le hiciera daño al presente. Estas horas que vivimos son el futuro previsto por esos muchachos del 68, del mismo modo como lo son en Europa para quienes en aquella fecha soñaron con cambiar el mundo. No lo cambiaron en la dirección apetecida pero los beneficios de que ahora nos vanagloriamos son en parte fruto de aquella desazón, de aquel entusiasmo, de aquella energía; signo de una voluntad generacional. Así la veo; y cuando hoy los veo congresistas, funcionarios, diplomáticos, siento que nada de lo vivido hace treinta años ha sido en vano.

Publicado en octubre de 1997 en la Revista Quehacer Nº 109

martes, 18 de enero de 2011

NO SOY UN ACULTURADO



Por José María Arguedas

Acepto con regocijo el premio Inca Garcilaso de la Vega, porque siento que representa el reconocimiento a una obra que pretendió difundir y contagiar en el espíritu de los lectores el arte de un individuo quechua moderno que, gracias a la conciencia que tenía del valor de su cultura, pudo ampliarla y enriquecerla con el conocimiento, la asimilación del arte creado por otros pueblos que dispusieron de medios más vastos para expresarse.

La ilusión de juventud del autor parece haber sido realizada. No tuvo más ambición que la de volcar en la corriente de la sabiduría y el arte del Perú criollo el caudal del arte y la sabiduría de un pueblo al que se consideraba degenerado, debilitado o “extraño” e “impenetrable”, pero que, en realidad, no era sino lo que llega a ser un gran pueblo, oprimido por el desprecio social, la dominación política y la explotación económica en el propio suelo donde realizó hazañas por las que la historia lo consideró como gran pueblo: se había convertido en una nación acorralada, aislada para ser mejor y más fácilmente administrada y sobre la cual sólo los acorraladores hablaban mirándola a distancia y con repugnancia o curiosidad.

Pero los muros aislantes y opresores no apagan la luz de la razón humana y mucho menos si ella ha tenido siglos de ejercicio; ni apagan por tanto, las fuentes del amor de donde brota el arte. Dentro del muro aislante y opresor, el pueblo quechua, bastante arcaizado y defendiéndose con el disimulo, seguía concibiendo ideas, creando cantos y mitos. Y bien sabemos que los muros aislantes de las naciones no son nunca completamente aislantes. A mí me echaron por encima de ese muro, un tiempo, cuando era niño; me lanzaron en esa morada donde la ternura es más intensa que el odio y donde, por eso mismo, el odio no es perturbador sino fuego que impulsa.

Contagiado para siempre de los cantos y de los mitos, llevado por la fortuna hasta la Universidad de San Marcos, hablando por vida el quechua, bien incorporado al mundo de los cercadores, visitante feliz de grandes ciudades extranjeras, intenté convertir en lenguaje escrito lo que era como individuo: un vínculo vivo, fuerte, capaz de universalizarse, de la gran nación cercada y la parte generosa, humana, de los opresores. El vínculo podía universalizarse, extenderse; se mostraba un ejemplo concreto, actuante. El cerco podía y debía ser destruido; el caudal de las dos naciones se podía y debía unir. Y el camino no tenía porque ser, ni era posible que fuera únicamente el que se exigía con imperio de vencedores expoliadores, o sea: que la nación vencida renuncie a su alma, aunque no sea sino en la apariencia, formalmente, y tome la de los vencedores, es decir que se aculture. Yo no soy un aculturado; yo soy un peruano que orgullosamente, como un demonio feliz, habla en cristiano y en indio, en español y en quechua. Deseaba convertir esa realidad en lenguaje artístico y tal parece, según cierto consenso más o menos general, que lo he conseguido. Por eso recibo el premio Inca Garcilaso de la Vega con regocijo.

Pero este discurso no estaría completo si no explicara que el ideal que intenté realizar, y que tal parece que alcancé hasta donde es posible, no lo habría logrado si no fuera por dos principios que alentaron mi trabajo desde el comienzo. En la primera juventud estaba cargado de una gran rebeldía y de una gran impaciencia por luchar, por hacer algo. Las dos naciones de las que provenía estaban en conflicto: el universo se me mostraba encrespado de confusión, de promesas, de belleza más que deslumbrante, exigente. Fue leyendo a Mariátegui y después a Lenin que encontré un orden permanente en las cosas; la teoría socialista no sólo dio un cauce a todo el porvenir sino a lo que había en mí de energía, le dio un destino y lo cargó aún más de fuerza por el mismo hecho de encauzarlo. ¿Hasta dónde entendí el socialismo? No lo sé bien. Pero no mató en mí lo mágico. No pretendí jamás ser un político ni me creí con aptitudes para practicar la disciplina de un partido, pero fue la ideología socialista y el estar cerca de los movimientos socialistas lo que dio dirección y permanencia, un claro destino a la energía que sentí desencadenarse durante la juventud.

El otro principio fue el de considerar siempre el Perú como una fuente infinita para la creación. Perfeccionar los medios de entender este país infinito mediante el conocimiento de todo cuanto se descubre en otros mundos. No, no hay país más diverso, más múltiple en variedad terrena y humana; todos los grados de calor y color, de amor y odio, de urdimbres y sutilezas, de símbolos utilizados e inspiradores. No por gusto, como diría la gente llamada común, se formaron aquí Pachacamac y Pachacutec, Huamán Poma, Cieza y el Inca Garcilaso, Túpac Amaru y Vallejo, Mariátegui y Eguren, la fiesta de Qoyllur Ritiy la del Señor de los Milagros; los yungas de la costa y de la sierra; la agricultura a 4000 metros; patos que hablan en lagos de altura donde todos los insectos de Europa se ahogarían; picaflores que llegan hasta el sol para beberle su fuego y llamear sobre las flores del mundo. Imitar desde aquí a alguien resulta algo escandaloso. En técnica nos superarán y dominarán, no sabemos hasta qué tiempos, pero en arte podemos ya obligarlos a que aprendan de nosotros y lo podemos hacer incluso sin movernos de aquí mismo. Ojalá no haya habido mucho de soberbia en lo que he tenido que hablar; les agradezco y les ruego dispensarme.

José María Arguedas Altamirano
Palabras en el acto de entrega del premio “Inca Garcilaso de la Vega”
Lima, Octubre de 1968.

martes, 11 de enero de 2011

Mi Computadora



Mi computadora se ha convertido en la PC favorita de mis hijos, mi hijo Daniel casi no me deja usarla.