Por: Enrique Planas
Nacido en aristocrática cuna de raíces anglohispanas, ganador de un concurso de belleza infantil a los 3 años, brillante prospecto para arquitecto según el plan familiar. ¿Qué extraña conjunción de acontecimientos cambió el previsible destino burgués de Enrique Camino Brent (1909-1960), para convertirlo en uno de los más importantes representantes de la pintura indigenista?
La respuesta podría encontrarse atendiendo a los dos maestros, especialmente antagónicos, que forjarían su carrera plástica: Daniel Hernández, el fino retratista de la burguesía de la época y pintor oficial de Augusto B. Leguía, y José Sabogal, el sumo sacerdote del indigenismo en el país. Con Hernández, quien lo adoptó como alumno libre en la Escuela de Bellas Artes a los 13 años, recibiría la formación esperada de un excelente académico y retratista de primer orden. El maestro llegó incluso a defender la vocación del joven artista ante la intolerancia de su padre, quien esperaba del joven una rentable carrera como arquitecto una vez terminados sus estudios secundarios.
En su ingreso oficial a Bellas Artes, Camino Brent descubriría la revolución dirigida por José Sabogal y asumiría íntegramente su ideario indigenista, junto con una generación integrada por aprovechados alumnos como Julia Codesido, Camilo Blas, Teresa Carvallo o Alicia Bustamante. “Camino Brent aprenderá muy rápido la mística indigenista, investigará en el arte popular, especialmente la cerámica, visitará los pueblos, se identificará con las costumbres y la religión. Todos esos temas lo envolvieron”, explica Jorge Bernuy, curador de la muestra “Enrique Camino Brent: Centenario”, que se inaugura hoy en la galería del Centro Cultural PUCP. En la exposición, podrá apreciarse medio centenar de obras del artista limeño, entre óleos, acuarelas, grabados, ceramios (destacan sus estudios en Santiago de Pupuja sobre la técnica de cerámica local), esculturas e incluso muebles de diseño, que hacen posible una coherente retrospectiva que repasa una vida fascinante.
Si bien Camino Brent comparte con los indigenistas la búsqueda simbólica de un nuevo imaginario nacional, para Bernuy en su obra destaca su maestría técnica, fruto de haber aprendido las lecciones del mejor academicismo. “Puede apreciarse en su pintura una pincelada mucho más ligera y segura que la del resto del grupo indigenista —advierte—. Fue un maestro trabajando el blanco y el gris al pintar sus casonas. Allí se nota el gran virtuosismo del oficio. La diferencia entre Camino Brent y sus compañeros, a mi modo de ver, son los muchos años en Bellas Artes… quizá demasiados”, explica el curador.
Asimismo, Bernuy sale al paso de quienes acusan a Camino Brent de ser un pintor irregular, con caídas en lo decorativo. “Eso es falso”, afirma. “Es cierto que en su producción hay obras muy sintetizadas, pero eso fue parte de su búsqueda. Si revisamos la obra general, vemos un conjunto impresionante, con un manejo de la luz y las sombras de primer orden, así como en la expresión de sus personajes”, explica.
CALLES DE MELANCOLÍA
El maestro Teodoro Núñez Ureta escribió sobre él: “Sus patios, callejas y plazuelas están pintadas con la melancólica decadencia de los seres y las cosas”. ¿Es la melancolía de quien advierte el final de una época?
Para Bernuy, aquella melancolía se aprecia en sus cuadros en casonas e iglesias siempre inclinadas, casi cayéndose. “Eso tiene mucha plasticidad”, explica. Pero además de su virtud estética, para el curador hay en ellas la intención del maestro por recuperar un mundo a punto de desaparecer. “Con todos sus detalles, Camino Brent captó las escenas lánguidas de la pobreza en los Andes. Él buscaba esa melancolía, la pérdida de un país en constante cambio”.
Un país que sobrevivía en anacrónicas tradiciones como la tauromaquia, de la que el pintor fue especial aficionado. Amigo de grandes toreros como Antonio Bienvenida o Manolete, Camino Brent, junto con su colega Quizpez Asín, no se perdía ninguna corrida en Acho. Y como gran testimonio de aficionado, queda uno de sus lienzos más interesantes, en el que el capote que el mismo Manolete le regalara con su autógrafa descansa en la silla de su estudio. El regalo del matador cordobés fue robado una década después de fallecido el artista, pero queda esa correcta y académica composición, como testimonio de un mundo que se niega a desaparecer.
Publicado el 08 de septiembre de 2009 en El Comercio
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