martes, 12 de octubre de 2010

Respuesta a Günther Grass



En la reunión del PEN Club en Nueva York, en enero de este año, Mario Vargas Llosa se refirió al papel que han desempeñado, con frecuencia de manera innoble, los intelectuales de America Latina en la lucha por la democracia. La intervención de Vargas Llosa desató las iras de Günter Grass, quien lo acusó de interpretar mal la realidad política de América y lo conminó repetidas veces a pedir disculpas por sus declaraciones sobre los cortesanos (y no “cortesanas’: como malamente tradujo Excélsior), que son algunos escritores de nuestros países. La carta de Vargas Llosa intenta poner fin a una polémica que durante meses ha ocupado las páginas de diarios españoles y alemanes. Letras Libres



Respuesta de Mario Vargas Llosa a Günther Grass

Curiosa manera de polemizar la suya, amigo Günther Grass. Cuando la universidad Menéndez y Pelayo lo invitó a que dialogáramos, en Barcelona, sobre nuestras discrepancias, rechazó la invitación. Pero ahora, en el congreso del PEN internacional, en Hamburgo, al que me fue imposible asistir, ha polemizado sin descanso conmigo, un interlocutor fantasma, que no podía responder a sus cargos ni a sus bravatas. Lo hago ahora, por escrito, con la esperanza de que esto ponga punto final a una polémica que comenzó mal y que, por lo demás, no parece haber servido de gran cosa.

En la reunión del PEN en Nueva York, en enero, sostuve que el talento literario y la brillantez intelectual no son garantía de lucidez en materias políticas y que, en América Latina, por ejemplo, un número considerable de escritores despreciaban la democracia y defendían soluciones de corte marxista-leninista para nuestros problemas. Me permití, también, una humorada. Especulé que, si se hiciera una encuesta entré nuestros intelectuales partidarios y adversarios de la democracia, acaso ganarían estos últimos. Cuando usted afirmó que era inaceptable suponer algo así, porque conocía muchos exiliados intelectuales de América Latina que eran sinceros demócratas, le contesté que enhorabuena y que albricias. Le repito ahora que nada me alegraría tanto como que usted tenga razón y que yo esté equivocado. Ojalá hubiera en América Latina una mayoría de intelectuales que haya optado de manera clara a favor del sistema democrático y en contra de las dictaduras, sean éstas de izquierda o de derecha.

Naturalmente que aquella encuesta no se puede realizar y que sólo se puede hablar de ella en términos hipotéticos. Pero mi pesimismo no es gratuito ni me anima en lo que dije el propósito de insultar a mis colegas, como usted, hablando para la galería, ha dicho en Hamburgo. En este tema, el de la realidad política de América Latina, tengo seguramente más experiencia que usted, ya que de nuestros países entiendo que sólo conoce Nicaragua, en una breve visita que, por otra parte, según ha revelado Xavier ArgüelIo en una carta a The New York Review of books, estuvo cuidadosamente planeada por el régimen para que sólo viera y oyera lo que a éste convenía.

A diferencia de lo que ha sucedido en Europa Occidental, donde, desde los años sesenta, numerosos intelectuales progresistas han hecho una profunda crítica del socialismo real y denunciado sus crímenes, en América Latina, con pocas excepciones, nuestros intelectuales siguen practicando la hemiplejía moral que consiste en condenar las iniquidades de las dictaduras militares y los atropellos que permiten a menudo las democracias, y en guardar ominoso silencio cuando quienes cometen los abusos son regímenes socialistas. Al aprobar el Congreso de los Estados Unidos la ayuda de 100 millones de dólares para los contras, me apresuré a protestar por lo que considero la intolerable agresión de un país poderoso contra la soberanía de un pequeño país, y no me cabe duda que esta protesta coincide con la de innumerables escritores desde México hasta la Argentina. ¿Cuántos de ellos estarían también dispuestos a protestar conmigo por la clausura del diario La Prensa, en Managua, medida que pone fin a todo tipo de crítica y de información no oficial en la Nicaragua Sandinista?

Porque la magnitud de las desigualdades económicas y de las injusticias sociales lo impacientan, o porque los horrores de las dictaduras militares que hemos sufrido (y que aún sufren países como Chile y Paraguay) lo exasperan, y porque la ineficiencia y la inmoralidad que suelen acompañar a nuestros gobiernos democráticos lo llevan a desesperar de una solución pacífica y gradual para los males del subdesarrollo, el intelectual progresista latinoamericano cree aún en el mito de la revolución marxista-leninista como panacea universal. Esta ilusión le ha impedido oir la denuncia sobre la realidad del Gulag de los disidentes soviéticos y sacar las conclusiones debidas sobre acontecimientos como el fin de la Primavera de Praga, las luchas de Solidaridad o la fuga de los 100.000 cubanos por el puerto de Mariel. Y, lo que es más grave todavía, impide aún a muchos de ellos reconocer que, con todas sus imperfecciones, el sistema democrático es el menos inapto para hacer frente a nuestros problemas, y, en consecuencia, apoyarlo sin medias tintas.

Como dije en Nueva York, el apego o desapego de sus intelectuales hacia la democracia no es un problema académico sino un hecho crucial del que en buena parte depende el futuro de América Latina. Democracia, como socialismo y libertad, es una palabra prostituida por el uso contradictorio y confusionista que se hace de ella. Todo el mundo se proclama democrático: Desde Moammar Gaddafi hasta el ayatola Jomeini, pasando por Kim il Sung y el general Stroessner. Pero para usted y para mí debería ser fácil establecer la línea divisoria entre los genuinos regímenes democráticos y los impostores. Ya que, a pesar de nuestras diferencias, tengo la impresión de que ambos, cuando hablamos de democracia, decimos la misma cosa y nos referimos a aquello que los marxistas-leninistas suelen caricaturizar como democracia formal.

Pues bien, si este sistema de legalidad y libertad, con elecciones, sindicatos independientes, partidos políticos y parlamentos, representativos contara en América Latina con el respaldo decidido de nuestros intelectuales progresistas, él sería menos deficiente y menos frágil de lo que actualmente es. Su fragilidad no resulta, sólo, de nuestros desequilibrios sociales y de la miseria de grandes masas humanas, o de los sabotajes que andan tramando contra él sectores militares y plutocráticos; también, de la hostilidad que merece a quienes en sus escritos y pronunciamientos han contribuido en gran parte a devaluarlo. Ése es básicamente el sentido de mi crítica: que por razones a veces nobles y a veces innobles -el temor a ser satanizado como reaccionario, por ejemplo- muchos intelectuales latinoamericanos han ayudado al colapso de nuestros experimentos democráticos.

Déjeme citarle el caso de mi país, donde el sistema democrático, que recobramos en 1980, cruje y se resquebraja a diario por obra de la violencia política. La organización que ha desatado el terror, Sendero Luminoso, no nació en una comunidad campesina ni en una fábrica, sino en una universidad, y sus fundadores no fueron obreros sino profesores y estudiantes universitarios, que, sin duda, jamás pudieron sospechar que sus insensatas justificaciones de la violencia como "partera de la historia" desembocarían en el baño de sangre que vive hoy el Perú. Los crímenes que se cometen no son, por desgracia, sólo de un lado; también de quienes deberían velar por la legalidad, como ha probado el asesinato de varias decenas de senderistas en las cárceles de Lima, durante un motín, que cometieron miembros de la Guardia Republicana, según ha denunciado el propio presidente de la República. Dentro de un contexto semejante comprenderá usted mejor, tal vez, la vehemencia con que defiendo la opción democrática para América Latina. Ella es la única posibilidad que tenemos de poner fin, o al menos atenuar, la sobrecogedora violencia que los dos extremos ideológicos están dispuestos a aplicar sin el menor escrúpulo, y la mayoría de cuyas víctimas son, siempre, seres, humildes e inocentes que ignoran -y acaso ni siquiera entenderían- las elaboraciones intelectuales de quienes creen que el fin justifica todos los medios, incluido el asesinato ciego de la población civil.

Me ha censurado usted por haber dicho que, en las sociedades comunistas, el poder ponía al escritor en el dilema trágico de ser un cortesano o un disidente. Admito que la división entre cortesanos y disidentes es esquemática y la retiro. Ella soslaya, en efecto, aquel matiz que representa un buen número de escritores que, haciendo esfuerzos admirables, se las arreglan para, sin romper con el socialismo, mantener una cierta distancia crítica hacia el régimen de su país. Cuando fui presidente del PEN internacional pude comprobar, en efecto, los riesgos que estaban dispuestos a correr muchos escritores polacos, húngaros y de Alemania Oriental para expresar sus opiniones independientes. Sé que ninguno de ellos aceptaría ser llamado disidente y sé que sería injurioso llamarlos cortesanos.

Hecha esta rectificación, vayamos al fondo del asunto. Mi crítica no iba dirigida a los escritores de los países comunistas, sino al sistema del que son víctimas. Porque lo cierto es que los regímenes marxistas-leninistas no permiten la neutralidad ideológica, y para impedirla han establecido unos métodos de censura tan perfectos como ridículos. Es una de las objeciones frontales que cabe hacer a la doctrina que nació para "encarnar" las ideas en la historia. Haber convertido el pensar y el escribir en una actividad tan aséptica y tan insulsa como lo era en las colonias hispanoamericanas en el siglo XVII, cuando nuestros poetas y pensadores, paralizados por el miedo a la Inquisición, tornaron nuestra literatura en un ritual de tópicos o de huecas acrobacias verbales.

Sé muy bien todo lo que hace el comunismo en favor de la literatura. He visto con mis ojos cómo se multiplican las bibliotecas y cómo los libros se abaratan y reeditan en ediciones masivas. Y he visto, sobre todo, cómo en los países comunistas la literatura que llega al gran público no se ha frivolizado como ocurre, por desgracia, en muchos países libres, donde el consumismo tiende a relegar la literatura de creación a auditorios minoritarios, en tanto que lo que lee el gran público suele ser una pseudo literatura conformista y adocenada. Pero ser lúcido a este respecto no debe cerrarnos los ojos sobre la otra evidencia: la más imperfecta democracia concede al escritor una libertad mayor que la sociedad socialista menos rígida (digamos, hoy, Hungría).

El precio que pagan por su independencia frente al poder los escritores de países comunistas, usted lo conoce: Desde la muerte civil que significa ser expulsado de las asociaciones gremiales, que son las que confieren categoría de escritor y todas las ventajas consiguientes a ella, hasta ver cerradas las publicaciones y las imprentas para sus trabajos y negados los permisos para salir al extranjero o para regresar al país luego de un viaje y ser convertido por lo tanto, sin quererlo, en un “disidente” del socialismo. En tanto que el escritor ofícial, que hace suyas las verdades del poder y acepta ser su publicista, recibe toda clase de prebendas y privilegios, el que quiere preservar su independencia debe hacer frente a multiples acosos y chantajes: a veces la cárcel, a veces la catacumba o el limbo, y a veces -lo peor que le puede ocurrir a un escritor- renunciar a escribir.

Con este telón de fondo quiero situar aquella respuesta mía en Nueva York, a la pregunta de un escritor sudafricano, en la que dije lamentar que García Márquez hubiera aceptado ser un “cortesano” de Fidel Castro. Hasta en tres ocasiones me conmino usted en Hamburgo a pedir disculpas por aquellas frase, so pena -según los cables- de dejar de ser para usted “un interlocutor válido”. (Estas son las bravatas suyas a las que me referí al principio.)

No voy a retirar esa frase. Se que ella es dura pero estoy convencido que expresa una verdad. Dije también algo igualmente severo, hace algunos años, cuando supe que Borges
-un escritor al que tengo como uno de los más originales e inteligentes que haya producido nuestra lengua- había aceptado una condecoración del general Pinochet. Tener un gran talento literario no me parece un atenuante sino un agravante en estos casos. Simplemente no entiendo qué puede llevar a un escritor como García Márquez a conducirse como lo hace con el regimen cubano. Porque su adhesion va más allá de la solidaridad ideológica y asume a menudo las formas de la beatería religiosa o de la adulación. Que un escritor inciense como él lo hace al caudillo de un régimen que mantiene muchos presos políticos -entre ellos varios escritores-, que practica una estríctísima censura intelectual, no tolera la menor crítica y ha obligado a exiliarse a decenas de intelectuales, es algo que, como decimos en español, me hace sentir vergüenza ajena. Y también me alarma, pues poniendo su prestigio al servicio incondicional de Fidel Castro, García Marquez confunde a mucha gente en América Latina sobre la verdadera naturaleza de su régimen.

Probablemente admiro la obra literaria de García Marquez tanto como usted. Y, acaso, la conozco mejor, pues dedique dos años a estudiarla y escribí sobre ella. El y yo fuimos muy amigos; luego, nos distanciamos y las diferencias políticas han ido abriendo un abismoentre nosotros en todos estos años. Pero nada de eso me impide gozar con la buena prosa que escribe y con la imaginación fosforecente que despliega en sus historias. Porque reconozco en él un talento literario poco común, no puedo comprender que, tratándose de Cuba, haya renunciado a toda forma de discriminación moral y de independencia crítica asumiendo resueltamente un papel que me parece indigno de él: el de propagandista.

No sé si usted y yo nos volveremos a ver. Me temo que esta polémica dificulte el que alguna vez seamos amigos. Créame que lo siento. No sólo por el respeto intelectual que me merecen sus libros, sino porque, a juzgar por lo que ha sido su actuación política en su país, creía que ambos librábamos la misma batalla. Pensar que me equivoqué me deja un deprimente sabor a ceniza en los labios.

Londres, 28 de junio de 1986.

Mario Vargas Llosa

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