Por Mario Vargas Llosa
La caricatura es un arte cruel: consiste en magnificar la
imperfección humana y convertirla en pretexto de risa. Se comprende que la política haya sido el
territorio más propicio para el cultivo de semejante género, que encuentra en
esa actividad, que suele ser vía de escape para las pasiones menos nobles, un
inagotable filón.
Además de inmisericordiosa y tremebunda, la caricatura
política, si es fiel a su naturaleza, debe ser crítica, inconforme, sedicente. La
alabanza no le conviene, el incienso inevitablemente la entristece (lo que en
su caso significa la muerte). Esa es su contribución a la sociedad: espolear
sin descanso el espíritu de resistencia ,
orientar la indignación y el rechazo hacia esos personajes, hechos e
instituciones políticas a los que, transformados en imágenes grandilocuentes y
feroces, avienta a la vindicta pública.
Gracias a su vocación irreverente, iconoclasta, ella es un
buen antídoto contra la idolatría; sus monigotes impiden que se constituyan, o
que se eternicen, los mitos políticos. Sus ácidos corroen con facilidad a esos
hombres-estatuas –generalísimos, benefactores de la patria, caudillos, jefes
máximos, comisarios–, haciendo que las gentes les pierdan el respeto y
delatando, gracias a la exageración, que es su arma preferida, la sustancia
bufonesca que habita en todos ellos. Nada es sagrado, respetable, para la
caricatura política y por eso no es extraño que cometa injusticias,
ridiculizando y zahiriendo también a los mejores, a quienes representan el
idealismo y la integridad. No importa. También a los justos les hace bien pasar
la prueba de fuego de la burla y el chiste, ser de este modo seleccionados
sobre sus limitaciones y entrenados para recibir críticas.
La caricatura política y la libertad son hermanas siamesas,
no existen la una sin la otra, su suerte está sellada. Para saber cuál es el
grado de libertad que existe en un país basta averiguar el estado en que se
halla el género; si éste prolifera en revistas y periódicos, en libros y en
pantallas, con un alto nivel de creatividad –es decir, de crueldad e
inconformidad– aquélla ha arraigado y se trata de un país con hombres libres. No
es casual que en los regímenes autoritarios este arte haya declinado o se haya
extinguido, que sea inconcebible imaginarlo floreciendo a la sombre del Kremlin, de Fidel Castro, de Pinochet, de los
generales argentinos, o del
ayatola Jomeini. Así, aunque malvada e injusta, la caricatura política es
siempre símbolo viviente de la libertad.
Estas consideraciones vienen a propósito de una joven
caricaturista peruano, tan tímido e inhibido, tan modesto, que, como para
ocultarse, ha antepuesto a manera de antifaz una hache a su nombre: Heduardo. Cuando coge el lápiz y la cartulina, sin
embargo, la timidez desaparece y la reemplaza una osadía sin barreras, una
imaginación crítica cuyos dardos envenenados dan siempre en el centro del
blanco. Es, sin duda, el mejor caricaturista político que ha tenido el Perú en
muchos años (por lo menos desde que Xanno dejó de hacer sus famosos hídridos en
“La Prensa ” de
los años cuarenta) y el que practica su arte con más limpieza moral y con más
genuina vocación libertaria.
Pero, antes que esos méritos, hay en Heduardo una cualidad
básica que, cuando falta, hace innecesarias todas las demás: la destreza
artística. Es un dibujante original, inventivo, de mano agresiva, cuyos
disparos más mortíferos provienen no sólo de las palabras que emiten sus
personajes, sino simultáneamente de los rasgos de sus caras, de sus inusitadas
siluetas, de sus posturas y atuendos. En pocos años ha creado algunos tipos que
con todo derecho merecen figurar en la zoología política universal más exclusiva.
Pienso en su pareja “Don Burguesini y su mayordomo”, y, sobre todo, en las dos
especies de homínidos que parecen su principal fuente de inspiración:
intelectuales y generales. Es difícil establecer a quiénes, entre los dos,
prefiere, es decir, cuáles le parecen más irreales y más nocivos en su manera
de obrar o de pensar en el dominio político.
Los intelectuales de Heduardo son barbados , calvitos, viejos
precoces, siempre con gafas, y entre sus protuberancias destaca
indefectiblemente la nariz (por grande o por torcida). Peroran sin descanso y
aunque aparecen de a dos y de a tres no dialogan, mantienen monólogos paralelos
intocables. Está, cada uno, encerrado en una cárcel de eslogans que lo obnubila
y que, se diría, lo ha privado del
gusto a la vida: es imposible saber si son demagogos por estúpidos o viceversa.
En todo caso, lo evidente es que están dispuestos a aceptar todos los
estropicios y todas las dictaduras siempre y cuando la coartada ideológica que
esgriman sea ‘progresista’.
Pero todavía más plásticos que los intelectuales obtusos de
Heduardo son sus generales. En la vaga división doctrinaria de su fauna,
aquéllos representan la izquierda; éstos, la reacción. Salen derechito de las
cavernas donde vivía el hombre de Cromagnon y las jorobas que los aquejan
parecen el resultado del uso continuo,
inmoderado, del
garrote. Por su osatura y movimientos, boca y extremidades están más cerca del simio que del
hombre (aunque sus luces intelectuales sean de una escala todavía inferior). Visten
siempre muy condecorados y esa enorme nube negra que los aureola es el techo de
sus quepis, que, con certeza, disimula un voluminoso chichón en el cráneo. Todos
son prognáticos y dolicocéfalos. Su ideología es clara y contundente, cabe en
una frase: la fuerza justifica todo. Son tan poderosos que pueden darse el lujo
de la sinceridad. En tanto que los intelectuales de Heduardo mienten como quien respira, sus
generales dicen la verdad, y exhiben candorosamente sus apetitos, sus abusos,
sus vicios. Entre ambos especímenes, confuso, aturdido, maltratado, olvidado y
desdeñado por unos y otros, aparece a veces en los dibujos de Heduardo, una
figurilla patética: el hombre común, el ciudadano anónimo.
Heduardo hace
reir siempre, pero sus monigotes, además, como en el poema de Vallejo, dejan al
hombre pensando. Sus caricaturas tienen un mensaje, pero no ideológico,
es decir prefabricado, del que ellas vendrían a ser una mera ilustración. Es
posible que él mismo ignore la naturaleza de ese mensaje. Pero no hay duda que
está allí, disuelto en el entresijo de sus hombrecillos grotescos. Porque
Heduardo, trabajando al día, absorbido por la transeúnte actualidad, ha sabido
identificar en ese vertiginoso desfile de acontecimientos ciertas constantes
trágicas sobre las cuales sus cartulinas dan testimonio incesante: el fanatismo
y la brutalidad que signan nuestra historia. En tanto que unos viven
ciegos, fuera de la realidad, embriagados en abstracciones delirantes, los
otros se permiten todos los excesos amparados en el monopolio de la fuerza que
detentan. Aunque adversarios, ambos tienen muchas cosas en común: su desprecio
e ignorancia del “otro”, su ineptitud para el diálogo, su cerrazón ante la
crítica. Mientras no salgamos del círculo vicioso que ambas mentalidades
encarnan –nos hace entender Heduardo sin decirlo y acaso sin quererlo– jamás
reinará entre nosotros esa libertad que él tan felizmente practica en sus
dibujos.
Columna “Piedra
de Toque” de Mario Vargas Llosa, 28 de enero de 1980, edición N° 585 de
la revista Caretas
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